Reyerta

Castro «El Sapo» escondió de inmediato el botín bajo sus ropas e inició una cautelosa retirada. El orondo caballero que había sido su víctima inconsciente del suceso, permanecía impasible y ajeno. Pero la solapada actitud de Castro levantó su curiosidad primero y luego sus sospechas. Empezó a palparse la ropa hasta que descubrió la no presencia de su faltriquera.


Fue entonces cuando girándose emprendió un trotecillo asmático mientras vociferaba: «¡Al ladrón, al ladrón!»


Antes del segundo «ladrón», Castro abandonó toda cautela y cambió su andar por la carrera necesaria en estas ocasiones. La gente se apartaba a su paso ─tradicional costumbre española de no colaboración con la justicia─ y dada la sustancial ventaja en años y peso de que gozaba, pronto la distancia se acrecentó como para pensar en la impunidad.


Una última mirada atrás, hacia su víctima, al emprender el giro de la esquina fue su primera equivocación. Chocó con un voluminoso soldado que se acercaba en dirección contraria, acometida que llevó a ambos al suelo. Castro se levantó presto a continuar su huida, pero el soldado, no menos presto le imitó pero con la intención puesta de inmediato en práctica, de sujetar al agresor por un hombro y con la otra mano iniciar una sinfonía de tortas exponentes de su furor.


Castro no respondía a la agresión. Su único deseo era huir e intentaba desasirse de la pinza que le sujetaba el hombro.


Casi estaba satisfecho el soldado con el repaso ejecutado, cuando oyó los gritos del caballero sustraído que se acercaba trabajosamente. No lo pensó. Atrapó a Castro con la otra mano por el otro hombro dispuesto a entregarlo al reclamante sujeto. Este fue su error.


Con las manos libres y advirtiendo el peligro que se aproximaba, Castro tampoco lo pensó, sacó la navaja y la hundió en la tripa del soldado justiciero. Libre, pudo reemprender la huida. Giró y enfiló la plaza en dirección que le alejase de su perseguidor.


En otra acera, tres soldados contemplaban divertidos la escena, pero al advertir el navajazo y la caída de su compañero variaron de actitud corriendo veloces en busca del agresor. Esta vez los perseguidores no eran ancianos ni obesos y la ventaja de Castro pronto se redujo y la furia de los soldados se cernía sobre él.


Pero la plaza estaba plagada de «trabajadores de la bolsa» que con evidente espíritu corporativo se sintieron llamados en auxilio del perseguido. Así que se cruzaron ante los soldados entorpeciendo su paso. Hubo empujones que fueron devueltos, alguna patada, muchos insultos y al fin, puñetazos de uno y otro bando. Al observar la gresca, otros bolsistas se apresuraron a sumarse a la misma, lo que por su parte hicieron más soldados ociosos que pululaban por la plaza. Pronto surgieron las navajas y los sables.


Paco «El Sapo» al ver, conmovido, la solidaridad de sus compañero, detuvo su carrera y volvió junto a ellos para participar en la jarana.


Minutos más tarde la Puerta del Sol englobaba una gran contienda. Era el dos de mayo de mil ochocientos ocho.

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