Está comprobado que Yago o Jacobo o Diego, como se desee, llegó a la península Ibérica ─aunque entonces no se llamaba así─ desembarcando en Tarraco. De allí se dirigió al interior donde fue interceptado y capturado por una tribu de íberos, que como acostumbraban, se lo comieron. Así que lo del pedrusco o pilar y toda la demás parafernalia mística montada sobre su viaje es falsa incluyendo, ─claro está─ el cadáver en Galicia.
Como está demostrado históricamente, el rey Arthur de Bretaña, Héroe de la tabla redonda, no murió, si no que se retiró durante una temporada a la isla Ávalon. Prueba de ello es que Felipe segundo cuando se casó con su sobrina María la Sanguinaria, juró abandonar el trono en el momento en que volviese Arthur, y esta memez no la hubiera hecho si no supiese de fuentes fidelignas que existía esa posibilidad. Pues bien, desde el momento de su desaparición, Arthur ha intentado volver en varias ocasiones sin éxito. La última, fue detenido e internado en un sanatorio mental por orden de la Thatcher, y allí le aplicaron electroshocks continuados hasta que se le quitó la idea de la cabeza. Ahora reside en una comuna de antiguos hippies en Ibiza, dedicado a la vida contemplativa, y distrayéndose con la visión del vídeo de Indiana Jones y la última cruzada.
Es de público dominio la extraña idea que proclama la caída de un meteorito como causa de la desaparición de los dinosaurios y afines. Nada más lejos de la realidad. Es totalmente falso. En principio, es una hipótesis descabellada y descerebrada. ¿Alguien cree que todos los dinosaurios y afines se iban a reunir un día ─¡viniendo hasta del último rincón del planeta!─ en confraternización suponemos, en un paraje bastante extenso para acomodar a toda la mole que llegaría, y casualmente, un meteorito que pasaba por allí tuvo un tropiezo tonto y les cayó encima? El mito de la desaparición de los dinosaurios no es más que eso, un mito procedente como todos ellos de la ignorancia y trasmitido y agigantado por seres viles e iletrados carentes del mínimo intelecto necesario para razonar.